El Almendro y la Olma

Si ustedes me hubiesen preguntado alguna vez, que es lo que fulge en el baúl de mis recuerdos, van ligados a dos árboles, una olma y un almendro de muchísimas décadas de crecimiento, y a los que la vida les deparo dos muertes crueles.
El Almendro fue testigo de mis veranos en casa de mi tía, La Olma fue testigo de mi devenir en mis tiempos infantiles, hasta que un día mude estancia a la capital de la provincia, para cursar mis estudios de bachillerato.
Pero aquellos arboles iban a ser mi mejor refugio, ellos me cobijaron siempre, sin preguntarme nunca que quería hacer, siempre estuvieron dispuestos a acurrucarme entre sus brazos, esos árboles nunca me llamaron cuatro ojos.
La mayoría de los días, al salir del colegio, y antes de hacer los deberes, iba siempre en su busca, y apañándome como podía subía por su tronco y subir a una rama gordísima, donde me esparrancaba boca arriba y miraba ese cielo azul tan intenso, que me embriagaba todos mis sentidos, quizás por eso sigo paseando por el Retiro, y de cuando en cuando lanzó una mirada rápida a ese cielo madrileño, bajando rápidamente los ojos, ya que una niebla de lágrimas se apoderan de mis ojos.
Mientras el resto de mis compañeros del colegio iban a la plaza del pueblo a jugar su partido de futbol, en el que yo por ser gordito y con gafas, pues no era muy bienvenido; fui acogido por esa rama grandiosa, donde fui desarrollando todos mis sentidos, en la de vista, el del tacto, así fue porque los pájaros me permitieron que mis dedos acariciaran sus crías, a veces pensaba que alguna vez me cogerían por sus picos y levantaría el vuelo, pero mi placer más intenso siempre fue percibir el aire sobre mi rostro, arrullar en esos momentos esas las hojas de la olma, y aguzando el oído podía escuchar los gritos de los futboleros, pidiendo que le pasaran la pelota.
Aquellas tardes, cobijado por la olma, fueron testigos de mis primeras lecturas: El Capitán Trueno, Las Aventuras de Tintín, al tiempo que susurraba (yo no nunca he cantado) algunas melodías de Louis Amstrong, Ella Fitzgerald, Ray Charles y los emergentes Beatles, Lone Star y Joan Manuel Serrat, entre otros.
Luego de terminar época de estudios, venia lo que siempre me gustaba más de aquellos años, viajar donde mi tía, allí podía ver el mar, allí vi otra forma de vida, que se diferenciaba radicalmente de mi vida rutinaria, eran la gran temporada de mis vacaciones veraniegas, dos meses fuera, lejos del control de mis padres, de los profesores del colegio, de los compañeros del colegio, y quizás lo recuerdo mejor debido a que mis floraciones iban asociadas a ese periodo estival. La única ligazón entre ambos sitios era un árbol inmenso, pero como ustedes pueden imaginar muy diferentes, creo desde entonces que la existencia de determinadas expresiones arbóreas prescribe la vida de los lugareños.
Ya finalizaron los días de escuela, ya comenzaron los días de preparativos de mi maleta, camino de un pueblo malagueño, donde mi tía me esperaba con los brazos abiertos, y deseando que el Almendro me acogiera en su seno.
Allí ya otro verano anterior, ya descubrí uno de mis entretenimientos favoritos, como era el de labrar un pequeño huerto, levantando surcos, y en la una pequeña parte del agua, que circulaba por unos leves surcos negros, eran las gotas de sudor de mi frente. Y como esos veranos, una prima mía se moriría de risa ante mi destreza agrícola.
Aunque mi tía vivía en un cortijo, no era más que media hora de camino hasta la plaza larga, que no era como la de mi pueblo, redonda, era eso…larga, o sea rectangular, pero me gustaba mucho el bullicio de sus calles, de sus gentes, se notaba claramente que los veranos eran sitio donde la gente iba en la playa, pero mi prima decía que la vida en invierno era también buena, la bulla de los marineros era sempiterna, pero esa cercanía al mar no hice en mi un experto nadador, siempre me mantuve lejano a sus olas, aunque siempre al atardecer, me desparramaba en su arena y contemplar el sol, era el momento en que añoraba del día mi vieja Olma.
Como en todo cortijo, en uno de sus rincones, estaban los destartalados gallineros, conejeras, en la parte de arriba, y la parte sus cochiqueras, pero no eran los animales lo que más recuerdo, fueron determinadas revistas, extraviadas o dejadas no sé por qué alma de Dios, pero fue uno de mis primeros despertares, fue a esa edad temprana, cuando se produjo el gozo de ver una mujer desnuda, se iban produciendo mis primeros sueños, tumbado en la gran rama de ese Almendro, que en algunos momentos imagine que era la piel de una mujer; uno de esos días fui sorprendido por la única persona, que sabía de mis secretos, mi prima, un poco mayor que yo, pero sus risas desatadas me traían a este mundo real, ante esa cara de besugo, que ponía en tales ocasiones, pero besugo muy raro, de claro matiz tornasolado.
La compañía de mi prima fue fundamental en esos años, era la hermana que mis padres no tuvieron, así que pese al calor de fuego, siempre atenuado por la brisa del mar, era despertarnos bien temprano, y correr como locos hacia el barrio marítimo, para contemplar esos hombres rudos, que volvían con la pesca recogida unas horas antes, y allí contemplamos como deglutían el pescado recién pasado por la parrilla y las grandes jarras de cerveza, que fue otro de mis despertares, ya que de mi pueblo la bebida era las cañas de vino, bebidas a ritmo lento, y claro contrastaba con que algunos de ellos engullía esos grandes vasos de un trago, lo cual me dejaba literalmente estupefacto, esos almuerzos suculentos de los marineros fueron mi gran espectáculo: olores, sensaciones, luces inundaban mi sentidos.
Seguidamente, nos dirigíamos a la playa, donde aquellos extranjeros, de piel tan blanca, iban adquiriendo con el paso de los días ese tono sonrosado, vamos color cangrejo que decíamos en aquellos años, en aquellos días me producía risa, mucha risa; hoy me sigo quedando anonadado por la estupidez humana, qué sentido tiene tomar el sol de esa manera, a veces llego a pensar que es un signo más del estado alucinatorio de la sociedad de hoy, un signo de la sinrazón, que nos llevará no sé dónde, eso sí son nuestros suministradores de riqueza, cuando a ellos les va bien, a nosotros nos va bien, somos como los parásitos que viven a costa de algunos animales marinos. Como eran horas del mediodía (cuando horas del reloj y la solar coincidían), marchábamos rumbo del cortijo, para dan rienda suelta de la comida, y luego echarnos la siesta, que aquellas horas de puro fuego, no eran recomendables para estar en la calle, era más bien ya caída la tarde, después de la merienda, cuando caminábamos de nuevo hacia el pueblo, pero esta vez era la plaza, la iglesia y calles cercanas, donde practicamos dos de mis juegos favoritos: el de los tres navíos y el pañuelo; donde adquirí una de mis virtudes posteriores, que me han caracterizado durante mi vida: la espera.
Luego un par de noches a la semana, siempre acudíamos a un corral, donde colocaban una gran sábana blanca, y un feriante con su cámara, nos inundaba de imágenes, en aquellos años generalmente en blanco y negro, las películas de espadachines y del oeste marcaron a fuego mi vida, esos eternos Errol Flyn y John Wayne quedaron para siempre en la memoria de mis recuerdos, luego vinieron con mi adolescencia las mujeres, pero eso será cantar.
Entre los contornos del pueblo y sus cortijales, en intrincados caminos marcaos por las chumberas y los cañaverales, por donde se perdían todos los gatos, que no querían ser golpeados por esas bestias en forma de niño, aún me pregunto cuál era la razón que no se llevaba a ello, pero literalmente puedo decir que era una de nuestras diversiones. Pero aquella costumbre nos llevó a uno de nuestros descubrimientos infantiles, y me rio ahora, de aquel suceso, ahora diríamos que eso provocaría una gran alarma social, pero aquel suceso, ni en mi prima ni en mi nos causó un gran estupor, extrañeza, era el primer exhibicionista que conocimos, nos ofrecía su órgano sexual a la voz ¡mira que gatito!, fui el único que presto atención, los demás de la cuadrilla ni caso, luego mi prima me dijo el mote que tenía en el pueblo, y perdonen que no haya quedado grabado en mi memoria.
Tres sucesos tengo bien apilados en mi memoria, podría dar incluso todo lujo de detalles, pero prefiero dar unas pinceladas breves, esos tres grandes sucesos eran la matanza del cerdo, la primera comunión y como mataba mi tío los conejos, primero voy a contar lo del conejo, va ligado con la gran comida de mi vida, mi plato preferido, el arroz con conejo, aderezado con las verduras de la huerta de mi tía, era tal el sabor que aun hoy evoco, pese a los años pasados.
La técnica que usabas mi tío usaba para matar el conejo, a la que asistía yo, como si de espectáculo circense se tratara, le ataba de sus patas traseras de una rama del almendro, y luego de golpe seco y certero con el canto de una mano, mientras le sujetaba fuertemente con la otra, era tal la eficacia de su golpe, que ni una vez le vi fallar; una vez muerto se le rasgaba la piel con navaja en ristre, luego se le abría la barriga, y se lanzaban a una palangana o artilugio semejante, para que fueran pasto del perro, eso se hacía caída la tarde, para que el conejo quedara colgado y que la frescura ablandara la carne, y así al día siguiente se convertía con el arroz en el manjar de los dioses.
Los otros manjares de mi vida vienen en relación con el cerdo, fíjense bien que las fiestas patronales de aquellos años, ni las recuerdo, y mira que busco en los recovecos de mi memoria, pero la matanza, pero ¡Dios!, la matanza, que tendría esos días, primero matar el cochino en un mesa rectangular de madera, luego quemarlo en una fogata de paja, para que tostara la piel, los días de cocer las tripas, para rellenarlas con morcilla y chorizo, el caldo mondongo, los torreznos.
Y de ahí me queda el sabor, de las dos cosas me queda el sabor, el olor, nunca más en los años de mi vida he vuelto a tener esa sensación de embriagarme todos mis sentidos.
Y por último el gran día de la primera comunión, que casualmente marca el fin de tu infancia, días de nervios, días de angustias, para tener un día de gran alegría, la primera vez que tomaba chocolate, pero antes estaba el preparativo de la mañana, todos angustiados nadie debía de comer nada, todos debíamos de ir en ayunas, yo con mi traje de marinero, luego ese traje fue a parar a un primo mío, que diferente a mí, pero en aquellos años las mujeres se les apañaban bien para hacer tales composturas, sacaban y metían la tela.
Al cabo de unos días recibí una carta de mi prima andaluza, me contaba su primera comunión, no muy diferente de la mía, pero con un detalle que me hizo envidiarla, me contaba como el suceso más hermoso, cuando iba saliendo del cortijo, echo una mirada al patio, donde se encontraba el Almendro, florido por millares de flores blancas brillantes, y que tuvo la sensación de que se había vestido así ese día, para acompañarnos en nuestra primera comunión, todavía éramos creyentes, ahora con la vista puesta en esos años nos reímos, ahora que hemos perdido la fe los dos en tales mundos, pero quizás nos queda la ilusión de que el Almendro decidió cobijarnos también ese día, como tantos días nos había cobijado los dos.
Luego vendría nuestras infancia, a mí me arrancaron de mi Olma, camino de Segovia, para iniciar mi vida estudiantil, a mi familia malagueña la arrancó la vida, tuvieron que vender el cortijo, y ponerse camino de Alemania, para buscarse una vida mejor, allí murieron mis tíos, luego volvió al pueblo mi prima, ya sin saber si era española o alemana, pero quizás como yo, buscamos siempre el amparo del Almendro, pero a este también le arrancaron, al dueño le dieron unos dineros para que por allí pasara una carretera, que separaba trágicamente el pueblo de la playa, íbamos sintiendo como la vida nos iba arrancando los mejores recuerdos de mi vida, la Olma también murió, víctima de una enfermedad importada por la traída de una vegetación de otros países, lo mismo que ocurrió con los cangrejos del rio de mi pueblo.
Algunas veces vuelvo por el pueblo con que me crie, pero debidamente pertrechado para que no me reconozcan, y también me acerco por el pueblo malagueño, para visitar mi prima, que monto un bar restaurante, donde los sábados y domingos pone como plato del día ese plato, heredado de mi tía, y un día comprobé que un olor, no idéntico, pero si me evocaba esos veranos tan lejanos, cuando mi prima cierra su garito, marchamos los dos camino de la playa, pero jamás en la vida hemos vuelto al sitio del Almendro, alguna vez hemos mirado a la colina, donde se encontraba, pero bajamos rápidamente los ojos, esa neblina de lágrimas que se nos forma cuando un recuerdo grato nos vuelve a la memoria.

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